Leonela
despertó siendo la última habitante de este planeta. Se desperezó como lo hacía
todas las mañanas y se frotó las lagañas. Miró a su alrededor y notó un
silencio que le resultó extraño. Extraño porque vivía en un departamento sobre
una de las avenidas principales de la ciudad, y estaba acostumbrada a
despertarse con el ruido de alarmas y puertas de colectivo que se abrían.
Lo
que Leonela no sabía era que el mundo había llegado a su fin hacía instantes,
mientras ella tenía los ojos cerrados.
En
un principio no supo qué hacer y se quedó unos segundos en su cama intentando
escuchar con atención, atenta a cualquier sonido. Pero lo único que escuchó fue
el silencio.
Se
levantó de la cama con el ceño fruncido y se acercó lentamente a la ventana.
Miró y no vio a nadie. Las calles estaban desiertas, de gente y de vehículos.
No se veía absolutamente nada.
Ahogó
un grito de sorpresa y la desesperación la abrumó. Por primera vez en su vida sintió que ese miedo que tanto
había sufrido de niña, el miedo a que la abandonaran y a quedarse sola,
finalmente se sentía real. Estaba aterrorizada.
Comenzó
a recorrer el espacio de su departamento, tomó su abrigo que estaba en el
living y abrió la puerta para asomarse al pasillo. Nada, sólo sintió el frío.
Así como estaba, descalza y con el pijama debajo del saco llamó al ascensor. No
esperó a que llegara y empezó a descender por la escalera los cuatros pisos que
la separaban de la planta baja deteniéndose en cada piso, y agudizando su oído
para intentar escuchar a algún vecino despertando.
Cuando
llegó al piso inferior, notó que el encargado del edificio no estaba como todas
las mañanas limpiando la puerta de vidrio. Salió, buscando algo o a alguien, comenzó
a caminar pero se tropezaba con sus pies desnudos. Avanzó sin cansarse, por cuadras
y cuadras de nada.
Miró
al cielo buscando a los pájaros que solían revolotear la ciudad, pero descubrió
que el cielo ya no estaba. En su lugar se abría un vacío que parecía infinito.
Siguió caminando, pasó por la plaza más cercana a su casa, donde por la mañana
se llenaba de chicos que andaban en skate y de señoras que sacaban a pasear a
sus perros. Pero no quedaba nadie, sólo estaba el césped aplastado por las
pisadas del día anterior.
Se
dio cuenta de que era muy posible que todo fuera un sueño y se pellizcó con
fuerza. Gritó por el dolor y por la desesperación, gritó pidiendo despertar,
pero el eco de sus gritos le hizo zumbar los oídos.
De
repente empezó a notar que su cuerpo se sentía más liviano y a cada paso tenía
la sensación de estar flotando. Su vista comenzó a nublarse de a poco, primero
un ojo, después el otro. Ahora sólo escuchaba el silencio pero no podía ver. Leonela
se dio cuenta de que ya no sentía miedo, y de que, por el contrario, su cuerpo
liviano sólo sentía una paz abrumadora.
Lentamente,
en el medio de una ciudad deshabitada, se la vio desaparecer.